Por Sergio de Piero (*) (Universidad Nacional Arturo Jauretche).
¿Cómo citar? Sergio De Piero (2024). “Representación política y social. Territorio e ideología”. En: Revista Estudios del Conurbano N°1/Año I /Noviembre 2024 N°1 Las tesis del conurbano. Programa Doctorado en Estudios del Conurbano / CONUSUR – “Colaboratorio Universitario de Ciencias, Artes, Tecnología, Innovación y Saberes del Sur”. – Universidad Nacional de Avellaneda – Universidad Nacional Arturo Jauretche – Universidad Nacional del Oeste – Universidad Nacional de Moreno – Universidad Nacional de Hurlingham – Universidad Nacional de Quilmes – Universidad Nacional de José Carlos Paz. Accedido desde: [Nota dhttps://conusur.org.ar/nota-del-consejo-academico/el Consejo Académico – CONUSUR].
La democracia está siendo cuestionada. No quizás en los términos en los que se la objetó durante buena parte del siglo XX, esto es, como mecanismo o forma de gobierno, sino a partir de una sensación respecto a que no responde a las aspiraciones que la ciudadanía tiene respecto de un orden, y de allí el concepto de insatisfacción con la democracia. Es, si se quiere, un cuestionamiento débil pero constante.
Esta idea sobre la que parece existir cierto consenso en la ciencia política (Welp; 2021), dispara distintas preguntas por ejemplo, acerca del tipo y niveles de esa insatisfacción, sobre las causas y también en torno a los responsables de esa crisis, de ese desencanto. Me atrevo a decir que estas, constituyen hoy una de las preocupaciones más relevantes de la ciencia política al menos en buena parte de occidente. En estas líneas quiero referirme a una de ellas, sabiendo que es necesario que como ciencias sociales, nos ocupemos en encontrar algunas respuestas al conjunto de la preocupación, que implica la vigencia y desarrollo de nuestras democracias. Abordar ese conjunto es una tarea que excede las ideas que quiero dejar aquí. Por eso deseo concentrarme en un aspecto de algunos de esos temas como es la cuestión de la representación. La ciencia política se ha ocupado incesantemente de la cuestión porque lograr un gobierno representativo que satisfaga las demandas de sociedades complejas no ha sido una cuestión sencilla de resolver. Mí intención aquí es recorrer algunas lecturas sobre cómo sería un modo óptimo de organizar esa representación, recapitular sobre los orígenes de esta crisis y qué desafíos asoman en relación a la insatisfacción con la democracia.
Las transiciones de la democracia
Hay una ruptura clara entre el modo de asumir la política en los ’60 y la década del ‘80: se trata nada menos que del cambio del paradigma revolucionario por el democrático (Lechner, 1987). Este cambio en lo referente a la concepción de la democracia genera dos impactos: en primer lugar, hay una grieta profunda en la concepción de la política, donde la dictadura militar es un parteaguas; en segundo lugar, y como consecuencia lógica, cambia el modo de concebir la participación política, de manera que los procedimientos ocupan un lugar más destacado frente a la primacía de las reivindicaciones sustantivas que implicaba la revolución.
Justamente a mediados de los ’70, se produjo un retorno o una relectura de la democracia elitista, alcanzando su punto más alto en el Informe de la Comisión Trilateral de 1975; creadora, no casualmente, del término “gobernabilidad”1. A partir de esta lectura, la relación participación–democracia vuelve a verse de un modo crítico y no de enriquecimiento: las democracias participativas no serían, necesariamente, mejores democracias2.
El diagnóstico de la Comisión Trilateral apuntaba a observar que la acumulación de demandas sobre el sistema político y la incapacidad de éste para dar respuesta a la mayor parte de ellas, ante el crecimiento de las clases medias, hacía necesario desalentar ese impulso movilizador y articulador de movimientos políticos y sociales, para evitar crisis sistémicas. Si la democracia continuaba expandiendo la posibilidad de demandas desde la sociedad y éstas lograban legitimarse en la agenda política, inevitablemente las democracias se tornarán ingobernables; de este modo, los gobiernos responsables debían asegurarse las herramientas que garantizaran la gobernabilidad. Es esta visión negativa sobre la participación y su consecuente necesidad de “re encauzarla”, lo que vincula las conclusiones del informe con una democracia elitista de nuevo cuño. Se inscribe también en un momento crítico del capitalismo en términos económicos como la llamada crisis del petróleo de 1973 o la crisis fiscal del Estado.
Como sabemos, la iniciativa de la Comisión Trilateral es contemporánea de la crisis el Estado de Bienestar, y en particular en el llamado Tercer Mundo con un fuerte retroceso de los movimientos revolucionarios, con la imposición de gobiernos dictatoriales que los combatieron en casi toda América Latina y con el inicio de la crisis de los socialismos realmente existentes, que derivarán en su colapso a fines de los ’80.
En efecto, puede afirmarse que se cerró un ciclo, pues la crisis no afectaba sólo a la vía revolucionaria, sino que incluía a los partidos políticos, tanto en su capacidad de congregar militantes, como en la evaluación que el conjunto de la sociedad hace de ellos, es decir su imagen.
Entonces, cuando las democracias retornan a la región, desde los primeros años de la década del ’80, el escenario de la participación y el perfil de los actores sociales ya no será el mismo. Distintas corrientes buscaron definir las tendencias del período de la transición (convirtiéndose ella misma en una orientación teórica). Lo que se comenzaba a percibir con nitidez era el momento crítico que atravesaban los partidos políticos, donde se mezclaban aspectos del pluralismo, el elitismo y la nueva tendencia que marcaba su desplazamiento del centro de la escena: se hablaba ya de una crisis de representación (Dos Santos y otros, 1992) o al menos de su metamorfosis (Manin, 1998).
Partidos, liderazgo y representación
A continuación voy a presentar, de la multiplicidad de aristas que la cuestión trajo al debate, tres aspectos que me parecen decisivos en los cambios que sufre el proceso de representación y participación que afecta a los partidos y por lo tanto a la democracia:
a) La transformación de los partidos políticos programáticos, ideologizados y aglutinadores de militancia, hacia el modelo del catch all party en la definición de O. Kircheimer (citado por Lenk y Neumann, 1980) o hacia el modelo de partido de compromiso, de J. Keane. El partido abandona su plataforma política, que responde a una clase o sector de la sociedad, y sale “en busca” del conjunto de la sociedad para ganar su apoyo, para lo cual la plataforma programática es reemplazada por la campaña electoral. Esto lo lleva a reforzar su imagen de partido moderado, no espera que los votantes se inmiscuyan en la vida del partido (es decir promueve la apatía, se siente más a gusto con ella) y depende por lo general de algún tipo de liderazgo carismático (Keane, 1992: 137 y ss). Aunque su capacidad de ganar elecciones y formar gobierno no fuera seriamente afectada, ya no aglutinan ciudadanos del modo que lo hicieron desde el arribo de la sociedad de masas hasta ese momento. Por consiguiente, las demandas de los ciudadanos, sus intereses estructurados en torno de lo económico, social e ideológico, pierden peso específico en la configuración de los partidos y la elitización se inclina en manos de los tecnócratas.
b) Las nuevas demandas: en Europa durante la década del ’60 se inicia la explosión de nuevas demandas y en particular de novedosas culturas modernas, que perciben lo político desde otros ángulos. Por un lado se le criticaba a los partidos de izquierda su excesivo dogmatismo y el hecho de no incluir en sus programas temas emergentes, que no estuviesen directamente vinculados a la cuestión de la lucha de la clase obrera contra la explotación capitalista. Pero, por el otro, estas nuevas demandas desconfiaban de los partidos y no tenían vocación de conformar una estructura partidaria. Salvo el caso de los ecologistas, que desarrollaron algunas experiencias, en general los portadores de esas demandas formaron movimientos cívicos, tomando como referencia a la sociedad civil. La mayor parte de los movimientos sociales comienzan a plantear una perspectiva de acción que ya no tiene como objeto el cambio global de la sociedad, sino la articulación en torno a un tema determinado, que buscan instalar en el espacio público, logrando la mayor parte de las veces cierta incidencia en políticas públicas (Calderón, 1985). De este modo, los distintos movimientos y organizaciones, (también en América Latina) que hasta entonces habían construido articulaciones con partidos políticos, sindicatos e incluso con organizaciones político militares, comienzan a ser reemplazadas por organizaciones cuyos objetivos son más acotados y cuyas prácticas políticas tienden a la acción directa vinculada a un eje temático, buscando influir en algunos aspectos de las políticas públicas en el marco de un régimen de gobierno democrático liberal. En nuestra región estos movimientos estarán más nítidamente (pero no solo) vinculados a temas de la cuestión social como el acceso a la tierra, al empleo, las condiciones de vida, etc.
c) Y, finalmente, fruto de ambos procesos, se opera una vertiginosa ruptura de mediaciones sociales en la relación Estado–sociedad. El Estado comienza un decisivo proceso de transformación y de abandono de un modelo de intervención en lo social que lo caracterizó durante al menos 30 años; el proceso de desindustrialización sobre el que se habían estructurado los partidos de masas y la aparición de un nuevo plexo conformado por las demandas de diverso tipo, genera que los partidos se desconecten de sus bases y tiendan a la profesionalización. Ahora, como ya indicamos, los mecanismos para captar los reclamos, las demandas y las voces de la sociedad, tendrán una nueva intermediación a manos de los especialistas, sea a través de encuestas o de cualquier otro mecanismo de relevamiento de la opinión. Esto, a su vez, refuerza la prescindencia de una militancia estable. De todos modos, fueron exageradas las opiniones que aseguraban la muerte de la militancia. El trabajo territorial continúa siendo fundamental para las disputas electorales y para un mínimo de vida partidaria. Mucho más cuando en la transformación de los partidos, suelen formarse alianzas con nuevos movimientos sociales de anclaje territorial.
A esta ruptura o transformación en las mediaciones, debemos agregarle el ingreso definitivo de los medios de comunicación masivos y de las redes sociales, que transforman, cada uno a su modo, la escena pública y erigen un nuevo espacio para la mediación política, donde son otros los actores protagonistas. Allí, los movimientos sociales pueden ganar en visibilidad pero claramente pierden en voz. La mediación que antes estaba en manos de la conducción del partido es compartida por los formadores de opinión y los líderes mediáticos y más cercanamente, por los influencers.
Esta crisis es fundamental porque la representación hace referencia a los principios de la democracia moderna. La necesidad de que sólo un grupo de ciudadanos gobierne proviene de la expansión cuantitativa de las mismas sociedades y de la inclusión en la categoría de ciudadanos a todos los adultos (recordemos que los varones pobres y todas las mujeres estuvieron excluidos de este status durante décadas en las democracias modernas). A medida que crecen las sociedades, es imposible que el conjunto de los ciudadanos participen en forma directa de la toma de decisiones de gobierno, lo que hace inviable un modelo de democracia directa. De allí, la separación entre soberanía (el principio que rige al Estado) y gobierno (el orden que lo administra), que ya mencionara Rousseau.
Es por ello que el principio de representación en la democracia moderna tiene sus particularidades que lo distinguen tanto de los modos atenienses (su origen) como de los sistemas de castas de la Edad Media. En primer lugar, y dando cuenta del ordenamiento jurídico que supone el Estado moderno, la representación política implica un marco normativo en donde una persona actúa al interior de una institución de gobierno, en nombre de otros que la han elegido. Es decir, se impone en principio como un procedimiento para la toma de decisiones. Partiendo de esta premisa, la representación se legitima en tanto el cumplimiento de dos actos que consisten en a) la elección de los representantes y b) el modo en que los representantes ajustan sus decisiones al orden legal. Esto de todos modos plantea algunas tensiones:
“Resulta indudable que la representación no puede ser un simple reflejo de la voluntad de los representados y, por lo tanto, se encuentra siempre en discusión si el representante obtiene su propia energía de un patrimonio independiente de la representación misma o si consigue poder y dignidad de la representación en cuanto tal” (Accarino, 2003: 55).
Asistimos probablemente a un acrecentamiento de esta tensión de la mano de una generalizada apatía hacia la política, dado que los ciudadanos no creen que de la acción política provenga la mejora de condiciones en su vida, lo cual inevitablemente se traduce, también, en una creciente desconfianza hacia los actores centrales de la política. El debate en este sentido es complejo y por momentos “desordenado” ya que al mismo tiempo se le demanda celeridad a la acción de gobierno y representación de las demandas ciudadanas. En una época en que estas se han fragmentado, dicha conjugación se hace cada día más difícil.
En esta línea, parece necesario diferenciar las dimensiones que están presentes en la representación política, que pueden convivir, pero que apuntan a modelos distintos. Cabe mencionar la posibilidad de distinguir tres modelos de representación: la representación como función de delegación, la representación como relación fiduciaria y la representación como “espejo” o representatividad sociológica (Cotta, 1997: 1385). En el primer modelo, el representante carece de autonomía y se limita a ser un embajador de los representados, lo cual lo acerca al mandato imperativo, principio negado por todas las constituciones modernas. El segundo es el que le otorga mayor autonomía y deja en el representante la capacidad para interpretar los intereses de sus ciudadanos, buscando el bien general; los límites de esa autonomía son imprecisos. Finalmente, la representatividad sociológica, más que centrarse en la acción individual, “concibe al organismo representativo como un microcosmos que reproduce fielmente las características del cuerpo político (…) representa a escala la realidad que debe representar” (Cotta, 1997: 1385). El autor señala que estos modelos en estado puro se topan con grandes dificultades, pues ¿cómo poder distinguir cuáles son las características sociológicas más relevantes que deben representarse y cuáles no? Problema que se agiganta en sociedades fragmentadas. Este problema es sin duda simétrico a la crisis que ya indicamos sobre los partidos: la representación sociológica choca necesariamente con los principios de profesionalización política, que tornan imposible llevar adelante un modelo que cristalice en la institucionalidad legislativa las variaciones de preferencias, identidades, pertenencias y demandas de la sociedad, buscando un equilibrio de todo ello, a su vez, con la gobernabilidad. Como la historia se ha encargado de explicitar, es imposible que las instituciones legislativas reflejen tal cual la sociedad que buscan representar; es imprescindible que los representantes tengan un margen de acción que les permita decidir sin tener que ceñirse estrictamente a la voluntad de sus representados, en particular porque ésta jamás es unívoca. Mientras este principio ha quedado claro en el desarrollo de la política moderna, la necesidad de afianzar la representación sociológica se convierte en un lugar común de todos los debates políticos, pero la posibilidad de reforzar esta dimensión en los parlamentos, es más difícil. Con todo, esta complejidad no habilita la burocratización y la nueva oligarquización del sistema de partidos en la que no pocas veces han caído. La preocupación debería orientarse a cómo restablecer la relación más allá del espíritu de representación sociológica, inviable en las sociedades del siglo XXI. Estar “más cerca” de las necesidad de la ciudadanía, refiere justamente al intento de re – ligar lo político con lo social; coser la crisis de representación haciendo que la nueva configuración de la sociedad, el entramado de las identidades dispersas, puedan encontrar canales de expresión en la institucionalidad ya existente y propia de la democracia. He ahí una tarea.
Tensiones de la representación
Resta considerar que las representaciones se establecieron desde los orígenes modernos no en la pertenencia a castas, sino desde lo territorial (justamente marcando el salto del mundo feudal al moderno); por ello podría pensarse que los legisladores deben atarse a los intereses de sus regiones. Sin embargo, ya en el siglo XVIII, William Blackstone afirmaba: “cada miembro, aunque elegido por un distrito en particular, una vez electo y confirmado, sirve a todo el reino” (citado en Accarino, 2003: 95). Podría señalarse que, en el esquema constitucional argentino, esto es más cierto para los diputados que para los senadores. Sin embargo, en los hechos, y desde hace varias décadas, los partidos políticos o los bloques son quienes organizan los votos y no principalmente la pertenencia territorial (aunque sea así en algunas ocasiones). Por ello, si bien determinadas realidades territoriales tienen su peso político de consideración (por ejemplo las zonas más ricas en recursos naturales que las más pobres), ellas no agotan las diferenciaciones. Es aquí donde la propuesta de Bernard Manin respecto de la conformación de un electorado–audiencia que acepta o rechaza las propuestas de los candidatos, gana en capacidad de explicación, aunque sigue siendo limitada respecto a las diferenciaciones.
La crisis de representación puede ser vista también a través de dos tipos de lecturas: las “pesimistas”, que centran su análisis en la pérdida que implica para los sectores postergados la autonomización de los partidos respecto de la sociedad y sus demandas, y su opción por la gobernabilidad (Zermeño, 1992). Y los “optimistas” que afirman que no se trata de una pérdida de representatividad sino una transformación de la lógica representativa (Manin, 1998); o bien que no deben exagerarse estas transformaciones pues la representación no agota la democracia, sino que ella puede expresarse a través de otras múltiples formas de participación, que incluso quizás los partidos estaban suprimiendo (Lefort, 1992). Cualquiera sea la orientación que se tome, es notable que el desacople entre la forma de recoger y procesar demandas por parte de los partidos de masa y la nueva configuración de la sociedad civil genera una profunda y efectiva crisis de representatividad.
Sin embargo, la crisis no proviene exclusivamente de las mutaciones en el sistema político. En cierto modo podría plantearse, a su vez, un esquema de crisis en dos sentidos distintos pero convergentes: uno “por arriba” y otro “por abajo”3. La primera está representada por el espíritu de la Comisión Trilateral, que afirma que la política en pos de atender demandas sociales descuida la gobernabilidad y pone en riesgo la estabilidad del sistema en su conjunto; es “por arriba” en varios sentidos, pero en particular porque la globalización apareja una serie de realidades que escapan a las decisiones de las instituciones, cuya incidencia es siempre, y exclusivamente, nacional (Bauman, 2001). El capital financiero trasnacionalizado exige a los políticos locales crear “climas de inversiones” que garanticen determinada rentabilidad, lo cual se expresa, por ejemplo, en los sucesivos planes de ajuste implementados en la Argentina entre 1975 y 2001 y en su nuevo ciclo desde 2016 y principalmente desde 2024. Como ya hicimos referencia, las reformas llevadas adelante desde principios de los ’90 ponen en cuestión la autoridad del Estado nacional y, por propiedad transitiva, deslegitiman a las instituciones de representación a escala nacional. Cuando la reforma buscó quitarle poder de resolución a los estados nacionales frente al mercado, los partidos políticos y el Congreso en particular fueron instituciones sobre las que se desató una catarata de críticas vinculadas a su inoperancia e incluso corrupción, revirtiendo el papel que se les había asignado en la época de la teoría de la transición. Ese mismo cuestionamiento, ha retornado a nuestro país, de la mano de un discurso libertario y violento, que bordea los límites de lo democrático.
De este modo, se produce la fricción con la crisis “por abajo”: en primer lugar, sectores de la sociedad civil a escala nacional demandan por las consecuencias de los planes de ajustes que respondieron a esa lógica del capital; esto produce inmediatamente una pérdida de confianza en los representantes, pues los ciudadanos afectados (por desempleo, pobreza, etc.) comienzan a sentir una fuerte sensación de desprotección, y es aquí donde aparece el proceso de impolítica en la era de la desconfianza (Rosanvallon, 2007).
Por otra parte, la crisis “desde abajo” proviene de la misma segmentación de la sociedad. Las demandas que antes podían agruparse en torno a la vida del trabajador y su familia, hoy no se articulan en derredor de una sola realidad, sino que emergen de manera constante en forma segmentada, con un carácter más particular, vinculadas a la vida cotidiana, a identidades, a las vivencias personales; la misma cuestión social es también diversa y ya no pudiendo ser “resuelta” desde el empleo y el salario, se torna difícil no solo su resolución, sino también la conformación de agregados sociales y políticos que la representen.
En un mismo proceso, por otra parte, la crisis de representatividad afecta la confianza en los políticos profesionales pero también en las instituciones donde esa representación se hace efectiva. En el caso de nuestro país, bajo un régimen presidencialista, la imagen del poder legislativo suele ser siempre negativa pues tendría nula influencia en las políticas públicas y muy baja capacidad de control sobre el poder ejecutivo, asumiendo, sin demasiada argumentación, que esas son sus funciones centrales. Esto tiene cierto asidero pues las decisiones claves son tomadas en el Ejecutivo, pero la incidencia del Congreso no es menor a través de legislación que ha sancionado a lo largo de los años sobre distintas áreas, en muchas ocasiones, por iniciativa de las mismas cámaras y no del Ejecutivo (Gradín y De Piero; XXX) (y en no pocos casos, incluso limitando las acciones de éste último). En este sentido, la presidencia de la Nación es fuente de mayor expectativa por parte de la sociedad para la resolución de las demandas. Si bien descansan sobre ella las acusaciones acerca de los fracasos de determinadas políticas públicas, en el imaginario colectivo permanece la confianza que es desde el Poder Ejecutivo desde donde pueden lanzarse las políticas necesarias para responder a las diversas demandas de la sociedad. Es por ello que la presión de los grupos también se ejerce sobre él. En un sistema donde la representatividad está dividida (Legislativo y Ejecutivo llegan al poder por mandato popular), la historia y la estatura constitucional colocan decididamente al presidente en el centro de la escena política.
Reordenar la representación
No debería esperarse que la representación política en las democracias modernas sea algo capaz de resolverse de manera eficaz y definitiva. Requiere, en todo caso, de calibración y ajustes permanentes porque moderar la voluntad de un conjunto de ciudadanos con tan diversos intereses e identidades, no es una cuestión no solo sencilla, sino incluso, posible. Ya mencioné que la variedad de las demandas sociales que van desde los emergentes de la nueva cuestión social al mundo de lo subjetivo, provoca que las representaciones de las mismas sean portadas por colectivos más específicos y por lo tanto pequeños; mientras los partidos refieren en sus debates o propuestas a cuestiones macro e incorporan algunos de estos temas, las organizaciones y movimientos (formales e informales) se concentran en sus preocupaciones y trabajan en ese “universo” cuya articulación con los otros se hace compleja. La cuestión es ¿quién representa esas demandas desagregadas, en un colectivo que logre legitimarse en el espacio público y consiga como resultado algún nivel de institucionalización? Bueno, las experiencias denominadas populistas, llevaron adelante esa tarea, o al menos hicieron importantes esfuerzos. El modo en que se estructura una sociedad se vincula directamente con el funcionamiento de sus expresiones representativas. Los partidos de masas fueron un reflejo de las sociedades industrializadas, con las particularidades de neutros capitalismos periféricos. Ante las profundas transformaciones económicas y estructurales de nuestras sociedades, los populismos buscaron reordenar el sistema político tomando esa nueva configuración social (Laclau, 2005; Casullo, 2019) y con sus limitaciones y crisis, puede afirmarse que los populismos pudieron organizar en alguna medida esa representación durante una década y media en Sudamérica. Observando las crisis previas y la actual, no puede dejar de mencionarse ese momento político y sus alcances. Ese proceso estuvo orientado por fuertes liderazgos y discursos ordenadores, construcción de un relato que buscaba aunar esa dispersión. Algo sucedió hacia finales de la segunda década que comenzó a provocar la emergencia de ideologías de extrema derecha en diversos puntos de occidente. En ese proceso el rechazo a la política representativa se convirtió en el eje y el motor de estos nuevos espacios. Durante los 90, no existieron algunos intentos de reordenar el espacio político a través de la globalización, los bloques regionales pero también con intentos secesionistas de parte de los sectores más ricos de algunas naciones. Esa idea de ruptura no aparece presente hoy, salvo en cierto rechazo al “globalismo”; el quiebre actual que esta extrema derecha propone se vincula a la misma construcción democrática, es decir un argumento fuertemente ideológico, más que territorial. La búsqueda es, otra vez, el desplazamiento de la representación política por el ordenamiento de los mercados, y la anulación de la representación social, negando la diversidad de la sociedad y sus demandas. Es en esta circunstancia que representación social y representación política, se necesitan mutuamente. Es en esa reconfiguración, que puede encontrarse otro horizonte para la democracia.
(*) Politólogo. Director del Instituto de Ciencias Sociales y Administración UNAJ
Notas
1 Un interesante análisis de aquel documento puede verse en Camou; 2010.
2 Esa visión implicaba una concepción en cierto modo negativa de la participación ya que la vinculaba sólo a los reclamos, a demandas y no a imaginar la participación política como una fuente de construcción indispensable en la democracia.
3 Tomamos el ejemplo de Claus Offe (1987), acerca de las críticas al Estado de Bienestar por izquierda y por derecha.
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